Martina Libertad Weisz, hija menor de Jorge Osvaldo Weisz, detenido-desaparecido del Ingenio Ledesma (Jujuy), doctora en filosofía, Universidad Hebrea de Jerusalén, nació en cautiverio en gobierno peronista (Isabel Martínez de Perón) en 1975. Tuvo la generosidad de enviarme este testimonio que describe quienes fueron sus padres, cómo se conocieron y porqué decidieron quedarse a vivir en Ledesma. Este texto me “puso piel de gallina”, porque yo conocí a sus padres en Ledesma ( a Jorge, como delegado del Sindicato del Azúcar, que en ese momento, lideraba Melitón Vázquez y Dora, profesora en la Escuela Normal, quien me alentó para que participe del Centro de Estudiantes en 1973) y pude comprobar su honestidad intelectual y su humanismo con el trabajador del azúcar que sufría las injusticias del sistema capitalista.
Martina Libertad Weisz[1]
Mis padres se conocieron cerca de Tartagal, provincia de Salta, en enero de 1968. Junto a una veintena de estudiantes universitarios provenientes de distintos puntos del país, habían decidido participar en los Campamentos Universitarios de Trabajo (CUT) creados por iniciativa del sacerdote jesuita José María “Macuca” Llorens, y pasar sus vacaciones compartiendo la vida diaria de un grupo de indígenas de la etnia wichí. La idea motriz de estos campamentos era que no sólo se aprende de los libros sino también del quehacer cotidiano. Macuca esperaba que el compartir la extrema pobreza a la que habían sido (y siguen siendo) condenados los wichíes se convirtiera en una experiencia enriquecedora no sólo a nivel intelectual y humano, sino también espiritual.
Para muchos de estos jóvenes, la experiencia resultó tan fructífera como devastadora. En algunos casos, podría hablarse de una verdadera epifanía. Estos estudiantes de afán solidario, mayoritariamente provenientes de familias de clase media y en algunos casos incluso de la aristocracia, no estaban preparados para vivir en primera persona la negación de la condición humana a la que los indígenas eran sometidos a diario, por obra y gracia de la misma sociedad que los había colocado a ellos en un lugar de privilegio. En no pocas ocasiones, el profundo dolor causado por la atroz injusticia cotidiana les llevaría a una transformación interna que no sólo constituiría la base de amores inquebrantables, sino que además cambiaría para siempre el rumbo de sus vidas. A pesar de su sensibilidad y empatía, Macuca no se sorprendía ante las crisis existenciales que, como una epidemia, parecían querer acabar con el equilibrio psicofísico de los campamentistas. Él acompañaba, sereno, a los jóvenes en sus angustias y sus desgarros, con la esperanza de que, de las cenizas de lo que estaban dejando de ser, renazca un ser humano más íntegro, más comprometido. Como él decía allá por 1969, “El campamento es una aventura que da una sola seguridad: la de que uno ya nunca más va a poder quedarse tranquilo. Y la certeza de que, en realidad, quedarse tranquilo tampoco vale la pena”.
Mis padres no fueron la excepción. A ellos también la experiencia de los CUT los conmovió profundamente. Mi madre, Dora María, ya había participado en uno de los campamentos que había tenido lugar el año anterior en Cutral Có, Neuquén, y había decidido asumir una mayor responsabilidad en el proyecto enrolándose como coordinadora en la experiencia de Salta. Proveniente de una familia tradicional católica y egresada de una escuela tutelada por las Hermanas Franciscanas de Gante de Paraná (Entre Ríos), su participación en el campamento neuquino reforzaría su inclinación por el servicio y la llevaría a optar por la vida consagrada. Tenía pensado comenzar el noviciado una vez obtenido su título de Profesora en Ciencias de la Educación.
Mi padre Jorge, en cambio, provenía de una familia judía de clase media baja donde se albergaban ideales socialistas. Sus padres habían llegado de jóvenes a Buenos Aires desde Europa del Este, y todavía hablaban el castellano con acento húngaro. Cuando conoció a mi madre ya tenía varios años de militancia en el Centro de Estudiantes de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires, y conocía bien la realidad de las villas miseria porteñas. Su participación en los CUT se debía al hecho de que Macuca los había abierto a todos los jóvenes, independientemente de su religión u orientación política. En el espíritu de un recientemente concluido Concilio Vaticano II, Macuca reconocía que tanto los cristianos como los no cristianos tenían un lugar propio en el camino hacia la salvación, y que la conversión al catolicismo no era necesariamente un objetivo deseable, al menos en lo inmediato. Lo más importante era el compromiso con el otro, con el que sufre, con el oprimido, aunque no se vea en éste, como lo hacía él, el mismísimo rostro del Redentor. A pesar de las diferencias, mi padre, un judío secular, tenía mucho más en común con Macuca que muchos cristianos confesos: los dictados de su conciencia lo llevarían a transitar los mismos caminos que él, en consonancia con los principios éticos de la fe de sus ancestros. El punto de inflexión en la vida de Jorge, y de nuestra familia, tuvo lugar durante el acompañamiento de una familia indígena en su lucha por mantener con vida a un bebé de pocos meses, y la muerte del “angelito” por desnutrición. Esa experiencia rebalsó para mi padre las fronteras de lo concebible, y la misma noche del entierro, entre llantos, decidiría dejar sus estudios de ingeniería y su vida en Buenos Aires para dedicarse en cuerpo y alma a impedir que hechos como ese se repitan. De ahí en adelante, iba a dar su aporte personal a los vientos revolucionarios que en ese entonces movilizaban a gran parte de su generación.
Durante el campamento, se había creado entre mis progenitores una relación particular, aunque ésta nunca llegó a sobrepasar los límites de una intensa amistad. El último día, antes de partir, Macuca le preguntó a mi madre hacia dónde tenía pensado ir. Al contestarle, ésta recibió como respuesta un “¿y Jorge?” –”No sé”, dijo ella, “supongo que partirá hacia Buenos Aires…” Y entonces el sacerdote le dijo que mi padre era el hombre que en su opinión estaba predestinado para ella. Al concluir la charla, Macuca terminaría diciendo una frase cuyos tonos proféticos se revelarían con el tiempo: “Seguílo, él es tu Cristo”.
Unos años después Jorge le contaría a quien quisiera oír que era mi madre la que había dado el puntapié inicial en la relación de pareja. Supongo que el tener el explícito apoyo de su confesor podría haber influido en su comportamiento, aunque no está del todo claro cómo se sucedieron los acontecimientos. El hecho es que, alrededor de un año después del campamento en Salta, María y Jorge estaban casados y viviendo en Libertador General San Martín, conocido como Pueblo Ledesma, en la provincia de Jujuy. Al igual que otros migrantes del resto del país, habían elegido ese destino debido a lo que los periódicos de la época retrataban como “condiciones de marginalidad y explotación” en la situación sanitaria, laboral y social de la zona. El profundo contraste entre las escandalosas ganancias alcanzadas por la empresa Ledesma, que históricamente ha contado con el incondicional apoyo del Estado, y las condiciones infrahumanas de vida de los obreros que en ella trabajaban, en su inmensa mayoría de origen indígena, se había convertido hacia fines de los años 1960 en un punto de atracción para un puñado de jóvenes, muchos de ellos profesionales, decididos a poner el hombro para mejorar el nivel de vida de algunos de los sectores más marginados del país. Y así fue como llegaron médicos, abogados, docentes, y otros trabajadores a unir sus fuerzas con las de la población local con el fin de alcanzar una vida más digna para todos. Los esfuerzos combinados dieron rápidamente frutos, y los trabajadores del ingenio lograron obtener mejoras sustanciales en su calidad de vida, principalmente en las áreas de vivienda y salud. Con la llegada del ya legendario Dr. Luis Arédez a la intendencia del pueblo, la empresa Ledesma, una de las más grandes y rentables del país, se vería contraída, por primera vez en su historia, a pagar impuestos municipales. La respuesta de los poderosos no se hizo esperar. Cientos de personas, hombres y mujeres de distintas etnias, religiones y extracciones sociales fueron secuestradas, torturadas, y en algunos casos incluso asesinadas y hechas desaparecer. De hecho, la zona del ingenio fue una de las regiones más castigadas por el terrorismo de Estado de la última dictadura y los años que le precedieron. Como solía decir Olga Arédez cuando hablaba de Luis, su esposo desaparecido, “en Jujuy no hubo guerrilla, y sin embargo la represión fue muy dura”.
Mi padre Jorge, junto con sus compañeras y compañeros de lucha, fueron martirizados por su amor a la vida y a la humanidad. Sus cuerpos ya no están en este mundo, pero sus voces aún se escuchan. Envueltos en coplas, plegarias cristianas y las concisas palabras del Shemá[*], nuestros seres queridos cantan, victoriosos y alegres. Cantan porque saben que la tierra sigue dando vueltas, y ellos tienen toda la eternidad.
(*) Plegaria judía
[1] Hija menor de Jorge Osvaldo Weisz, detenido-desaparecido del Departamento Ledesma, Prov. de Jujuy. Doctora en filosofía, Universidad Hebrea de Jerusalén.