Argentina – El dinero siempre proviene del pueblo, de las trabajadoras y los trabajadores, de sus salarios. Si el Estado debe ser controlado porque se desenvuelve gracias “a mis impuestos”, la ganancia del capital privado proviene de esos mismos bolsillos y también debe someterse a las reglas de la distribución equitativa y la justicia social.
Por Carlos Raimundi
Vivimos bajo un sistema internacional de acumulación que está guiado por un objetivo único y excluyente: la multiplicación de la tasa de ganancia del capital.
Ningún otro rasgo caracteriza a este despiadado capitalismo financiero. Si lo hubiera, no estaríamos ante tres hechos límite como consecuencia del mismo: a) la descabellada concentración de riqueza en un puñado cada vez menor de fortunas personales, que se acerca a equivaler a los ingresos del 99% restante de la población mundial; b) la catástrofe ambiental; c) la cercanía de un conflicto nuclear.
Un sistema que carece de toda otra dimensión que no sea la acumulación desenfrenada de ganancia nos ha llevado a esto. La primera pregunta que cabe formular es si los grandes organismos internacionales, sean ellos políticos, financieros o militares como la OEA, el FMI, el Banco Mundial, el BID, la OMC o la OTAN sostenidos por las mayores corporaciones y fondos de inversión, tienen o no que ver con el patrocinio de ese sistema. No cabe duda de que son su soporte fundamental.
El segundo interrogante es si alguien puede creer sensatamente que los recetarios que emanan de esos mismos organismos son quienes deban indicarnos el camino de salida de la crisis a la que ellos mismos nos han conducido.
Una tercera interrogación es si se puede pensar seriamente que con semejante poder no dominan las grandes cadenas y redes de comunicación como para instalar todo un sistema de ideas y de pensamiento, toda una construcción de sentido dirigida a su legitimación intelectual por parte de nuestros pueblos.
Es necesario, entonces, develar los mitos culturales impuestos desde ese poder fáctico, todos los cuales van dirigidos a presentar una relación de subordinación del trabajo a expensas del capital.
La pandemia demostró que pudimos sobrellevar nuestras vidas con un consumo mucho menor del que traíamos. Es decir, nosotrxs no producíamos y consumíamos en función de nuestras necesidades, sino en función de la necesidad de reproducción del capital. Debemos construir una nueva relación entre la producción y el consumo guiada por una escala humana y no financiera.
Las y los trabajadores desempeñan el papel protagónico en la generación de riqueza, el cual debería reflejarse en la distribución social de esa riqueza. Otra enseñanza de la pandemia es que el capital inmovilizado, sin la presencia del trabajo en las fábricas, no generó riqueza.
En la Argentina hay sobrados ejemplos de empresas que han cerrado y lxs trabajadorxs se hicieron cargo de su continuidad. Es el trabajo quien moviliza el capital, no a la inversa.
En otro orden, sostener las actuales cadenas globales de valor nos llevan a destinar tres unidades energéticas por cada unidad de energía generada, y algo similar podría esgrimirse en cuanto al consumo de agua, un recurso que hace doscientos años parecía inagotable y hoy se torna escaso.
Es un despropósito que una población se aprovisione de un recurso trasportado por decenas de miles de kilómetros cuando bien podría producirlo. Lo cual convierte en un imperativo diseñar cadenas de valor de proximidad.
Esto favorecería el ahorro de energía y las emisiones tóxicas, y al mismo tiempo permitiría redistribuir los grandes aglomerados urbanos y rediseñar la jornada de trabajo. Una vez más, sólo perjudicaría la renta del capital monopólico.
Con sólo salir a la vereda o caminar unos pasos, comprobaremos todo lo que podría hacerse para mejorar nuestras vidas. Eso que podría hacerse y no está hecho en una infinidad de rubros, que van de la infraestructura hasta el paisajismo, de la tecnología a los cuidados personales, se llama trabajo.
En esa misma vereda y al transitar esos mismos pasos, nos toparemos con hermanas y hermanos que buscan empleo. Esa articulación tan simple entre el trabajo que falta hacer y las personas dispuestas a hacerlo debería ser una prioridad para la política.
En un mundo que se divide entre personas sobre-explotadas y personas sin empleo, resulta fundamental reducir la jornada laboral, para redistribuir el trabajo.
Que la jornada laboral deba ser de ocho horas es una cuestión política, no técnica. Las luchas del siglo XIX para lograr la jornada de ocho horas también significaron una lucha por reducir la jornada laboral. Y se la fijó en el tiempo que mejor se adecuó en aquel momento histórico al equilibrio entre el trabajo y las herramientas tecnológicas de la etapa, sin dejar de priorizar –cuándo no- la tasa de ganancia del capital.
Hoy, con los adelantos técnicos que contamos, la jornada de trabajo debería reducirse sensiblemente. Si esto no sucede es sencillamente por la prevalencia de la reproducción del capital por encima de cualquier otra consideración humana.
Algo similar sucede con la cuestión previsional. En un mundo donde se ha extendido notablemente la expectativa de vida y donde se puede llegar a una edad adulta en óptimas condiciones para trabajar, deberíamos admitir una conversación que contemple la aceptación voluntaria de una extensión de los años de trabajo. Y en un mundo con tanto por hacer, donde todos los días aparecen nuevas actividades como resultado de la innovación permanente, no debería verse afectado el acceso de las y los jóvenes al trabajo.
¿Por qué no se entabla ese debate, un debate que debería implicar un incremento y no un declive de derechos? Una vez más, porque se lo piensa no sólo en el marco de la colosal apropiación económica del capital, sino de la apropiación por parte de éste, del universo simbólico desde el cual se discute. Porque se lo piensa sólo como una pérdida de derechos para las personas en edad de jubilarse, y no desde la posibilidad de que una persona decida permanecer activa si se siente plenamente dispuesta, y eso no signifique una pérdida sino una ampliación de sus derechos, una posibilidad de seguir utilizando su destreza física y su capacidad intelectual.
Otro mito cultural de este inhumano capitalismo financiero globalizado es, en detrimento de la legitimidad del Estado y de lo público, propalar que sólo deben ser controlados y regulados los fondos públicos y no los privados. Esto debería ser así porque los fondos públicos se integran con el aporte de todas y todos. En cambio, según el mito instalado, “yo con la que me gané hago lo que quiero”.
Mentira. Los fondos públicos se integran con los impuestos de todxs, y los fondos privadxs se integran con el consumo de todxs. Y un país es un sistema económico integrado, separado sólo administrativamente, entre aportes públicos y privados.
Si una compañía de alimentos, una cadena de hipermercados o una comercializadora de electricidad ganan dinero, ese dinero proviene del bolsillo de la misma población que paga sus impuestos al Estado. Y si gana más, es porque hubo políticas públicas que mejoraron la demanda. Así como hay que supervisar la racionalidad en los gastos del Estado, también hay que hacerlo con los abusos del capital, con su capacidad para eludir y evadir impuestos, etc.
El dinero siempre proviene del pueblo, de las trabajadoras y los trabajadores, de sus salarios. Si el Estado debe ser controlado porque se desenvuelve gracias “a mis impuestos”, la ganancia del capital privado proviene de esos mismos bolsillos y también debe someterse a las reglas de la distribución equitativa y la justicia social. Esto no significa caer en una ideología colectivista que coarte las libertades ni el disfrute de la propiedad privada, sino que simplemente la asigne a esta una función social en pos de un desarrollo armónico de la vida en comunidad. Sólo se trata de incorporar una dimensión ética y humanista en lugar de la única ratio del sistema imperante que es la reproducción del capital hasta el infinito.
Por último, asistimos a una inusual aceleración de los precios de la energía y los alimentos, dos rubros de los cuales nuestra región y nuestro país son superavitarios. Entonces, ¿por qué sufren nuestros pueblos?
Porque no se trata de los precios, sino de la apropiación de la renta. Nuestros pueblos no son dueños de los recursos públicos como debieran, y esta es otra asignatura pendiente fundamental de la política.
Comprendo perfectamente que no hay condiciones históricas para plantear una revolución anti-capitalista clásica. Pero eso no me impide afirmar que bajo las condiciones del sistema imperante no se puede seguir.
(*) Representante argentino ante la OEA, ex diputado nacional, profesor universitario y militante político.
Fuente: Infok